lunes, 21 de noviembre de 2011

Educación


Dicen todos los gobiernos, el nuevo también, que la educación es un servicio social intocable, prioritario, al que van a preservar de los recortes presupuestarios que impone la actual crisis económica..., pero ¿qué entienden por educación?
Cuando yo era pequeño, si alguien te decía “maleducado” no era solo una descalificación personal, era también una afrenta a tu entorno familiar. Uno se educaba en el seno familiar y a él se atribuía el mérito o demérito de tu comportamiento cívico. Cuando, ya de mayor, actuabas al margen de la conducta social que se esperaba, te calificaban de “ordinario”, “soez”, “impertinente” y otros apelativos similares, siempre atribuidos a tu mala educación juvenil.
Por eso, los padres y familiares más próximos procuraban enseñar a sus hijos los parámetros de conducta para vivir en sociedad; les iba en ello su amor propio. Sin embargo, no todos los padres sabían proporcionar modales apropiados, por lo que debían recurrir a personas instruida que lo hicieran en su nombre, los maestros. Era esta mutua colaboración consentida la que dotaba al niño de unas normas de comportamiento que le permitía conducirse correctamente por la senda de la convivencia.
Naturalmente, no siempre era posible esta correlación; la ignorancia o la desidia de los gestores populares, falta de principios paternos y el desenfoque escolar frustraron tradicionalmente la educación de muchos de los que nos precedieron. Y no es cierto que estos inconvenientes estuvieran necesariamente relacionados con la baja condición social; es, justamente, la mala educación de la gente poderosa la que ha originado y mantenido siempre la brecha maldita que sigue empozoñando la convivencia social.
Hoy, con el progreso, hemos adquirido la conciencia de que la educación no es un atributo que solo favorece al individuo, sino que es un pilar básico donde descansa el bienestar de la comunidad. Y los políticos se ha apresurado a tomarlo al pie de la letra y lo ha grabado definitivamente en el frontispicio del llamado “estado del bienestar” junto a la alimentación y la salud. Pero, en su afán de destacar su protagonismo, han confundido su esencia.

En primer lugar, amparándose en la imposibilidad, la incapacidad o el escepticismo de algunos padres, hurtan a la familia su papel de promotora de la educación, y, sin darse cuenta —o sí—, vuelven a caer en el adoctrinamiento —antes el “Ripalda” al ultranza y ahora la “Educación para la ciudadanía”— ,  diseñando un modelo de conducta que, en vez de atraer con el ejemplo, obligan a interiorizar una normativa rígida y protocolizada dirigida desde atalayas donde predomina el dogma y el sectarismo (¡ay!, si Giner de los Ríos levantara la cabeza). Da miedo pensar en una sociedad de individuos perfectamente adoctrinados en sus conductas; menos mal que, con la laxitud con que se conducen algunos maestros, el proyecto se convierte en puro formulismo: en muchas de las escuela, especialmente las públicas, los niños y adolescentes campan por sus respetos, mientras el grueso de los maestros o están ganados por la política o, frustrados, se pliegan en la indolencia dando su vocación por perdida.

En segundo lugar, confunden educación con instrucción. Educar, que como digo, significa encauzar comportamientos instintivos individuales para convivir en sociedad, incluye, sin duda, ciertos conocimientos y habilidades extras que ayudan a esa conducta (leer, escribir, conceptos básicos , operaciones sencillas, etc.) pero nada tiene que ver con instruir, que quiere decir enseñar determinados procedimientos para desempeñar una acción específica con un objetivo definido (casi siempre profesional). Si la educación está relacionada con la convivencia, la instrucción lo está con la capacidad de ejercicio, personal y exclusivo. Y es importante diferenciar ambos conceptos porque su gestión también debe ser distinta. El aprendizaje de la normas de convivencia (ética, moral) debe ser, como actualmente, dispensado por el colegio en estrecha colaboración con los padres y obligatorio y subvencionado por el Estado, pero la instrucción de un quehacer cualificado (oficio, carrera técnica o universitaria), aunque bajo el patrocinio estatal, debiera ser impartida por profesionales específicos, suficientemente “cualificados” y “experimentados”, dirigida por la demanda social y recibida por discentes que accedieron a su instrucción por méritos contrastados y que acreditan cada día, con su capacidad y su esfuerzo, la eficacia del coste de la inversión. Solo así se evitaría la masificación inútil de nuestras universidades con falsos alumnos sin interés, sin motivación, sin preparación, buscando solo el paso del tiempo en un “ambiente estudiantil” despilfarrando el dinero público. Naturalmente (se hace ya en determinados centros), la industria, la sanidad, el comercio, la propia educación e instrucción, la empresa en general, tiene la obligación de involucrarse en esa tarea colaborando estrechamente con la instrucción.

Por tanto, creo que una cosa es educar, comportarse en sociedad, que debe hacerse en los colegios con el patrocinio del Estado de forma universal y gratuita, y otra es instruir, que debe hacerse en las escuelas técnicas y universidades, pero de acceso limitado por la demanda social y de forma selectiva y meritoria; también sería de subvención pública pero en colaboración con el sector empresarial que aportaría experiencia y empleo.



sábado, 5 de noviembre de 2011

La dignidad de vivir

 La noticia corrió como la pólvora por el hospital «¡Al doctor G. le ha dado un infarto miocárdico estando de guardia!». Cirujano como yo, de mi mismo servicio quirúrgico, de cincuenta y pocos años, casado y con dos hijos. No deportista, ni fumador pero con diabetes de la madurez irregularmente controlada.
Impresiona verlo encamado en la UCI. Nada que ver con su porte elegante, camisa, corbata y bata blanca inmaculada con su nombre bordado a punto de cruz en el borde del bolsillo superior: «Dr. A.G. del R. Jefe de Sección de Cirugía de Aparato Digestivo». Apenas tapado el bajo vientre, yace sedado, despatarrado con los brazos en cruz recibiendo fluidos diversos por sus venas centrales canalizadas; multitud de cables de colores envían señales a los monitores que emiten luces parpadeantes y pitidos persuasivos. Está su escaso pelo alborotado y su faz pálida y desfigurada por el tubo traqueal; una máquina compleja, insufla sus pulmones que, obedientes, levantan rítmicamente su pecho plagado de adhesivos. Una bolsa adosada a los hierros de la cama recoge las abundantes orinas amarillas.
Mucha gente alrededor, médicos que consultan continuos resultados, enfermeras que inyectan, vigilan controles, miden parámetros, amigos y compañeros asombrados de ver la muerte, conocida pero más cercana esta vez. Los trazados señalan lesiones extensas del miocardio y el cateterismo se declara impotente para resolver tanto destrozo. Su signos cerebrales muestran vida y ausencia de estímulos dolorosos. Al parecer, su situación es estable. «Está en fase irreversible» comunica el responsable de Intensivos, «solo un transplante le daría una posibilidad, pero debería hacerse ya, va a entrar en insuficiencia de un momento a otro y, aún así, no descartamos que ya tenga lesiones cerebrales».
Su esposa e hijos se abrazan llenos de dolor y de perplejidad. Viven desde hace horas una pesadilla que no pueden, no saben manejar. Los colegas acompañan en silencio. «¿Qué hacemos?», pregunta acongojada su mujer. No hay tiempo para esperar un donante, pero, además, hay un serio inconveniente: Él había manifestado públicamente, en numerosas ocasiones, que rechazaba ser objeto de un transplante, especialmente en fase terminal. Había manifestado su “prohibición” de agotar innecesariamente los recursos terapéuticos llegado el caso. Todos opinamos y la familia opta por la única salida lógica: analgesia, sedación, ventilación pulmonar y ausencia de aportes. Y esperar a que el inexorable fallo cardíaco paralice su cerebro. Alguien apunta la oportunidad de desconectar la ventilación y acelerar la muerte, pero nadie se atreve a hacerlo ni a exigirlo.
Un anuncio rutinario irrumpe en la sala «hay un donante del mismo tipo; un joven fallecido en un accidente de moto, en Granada» Es un órdago a la grande, una oportunidad, un clavo ardiendo, una opción difícil de rechazar..., pero la decisión delegada del enfermo pesa como una losa. La opinión se divide y alguien arenga en favor de actuar «¿quién puede asegurar que, en esta situación, ahora mismo, el enfermo rechazaría esta posibilidad?». La mujer, abrumada, consiente en silencio, traicionando la voluntad de su esposo y asumiendo las consecuencias adversas.
Ahí está su corazón viejo, extirpado y mostrado en la batea. Su carne es una pura llaga, incompatible con la vida, parpadeando hasta el final. El nuevo, en cambio, late con el vigor de viente años en su pecho de cincuenta. Un postoperatorio difícil, incierto y doloroso para enfermo y familiares, pero, al cabo se produce el logro de la vida.

Hace unos días, después de casi veinte años del evento, se ha jubilado. Nunca ha censurado nuestra conducta, al contrario, muestra orgulloso y sin pudor la cicatriz desnuda de su torso en la publicidad callejera. Ahora pasea con su nieta por el parque y bendice cada día la vida que le da un corazón extraño que ha hecho suyo.

La “muerte digna” deseada, aplicada en este caso "desahuciado", hubiera privado de una vida. No hubiera importado porque nadie sabría que habríamos sido actores del suceso, pero casos como éste forjan huellas indelebles en la mente y en el alma de los médicos. Por eso, amigo lector, permítame decirle que, como médico, ofreceré toda mi voluntad y mi modesta pericia para dar vida pero no me busquen para facilitar la muerte. Es difícil que, a estas alturas de mi vida me obliguen a hacerlo pero, si lo intentan, desobedeceré la ley que me fuerza a desconectar una vida ajena. Prefiero la inhabilitación, incluso la cárcel y hacerle caso a mi conciencia.  

jueves, 3 de noviembre de 2011

¡Cabrones!

 Estaba tendido en la camilla aparentemente inconsciente. En su brazo, acribillado por pinchazos de la droga, figuraban tatuadas las siglas COPEL (colectivo de presos en lucha). Era un preso peligroso condenado a treinta años por violación y asesinato de una niña de once años.
Procedí a explorarlo y su respuesta fue salir bruscamente de su estado y atacarme de forma inesperada. La rápida actuación de los policías me libro de su violencia pero no de sus insultos y amenazas. Fue una auténtica odisea poder diagnosticarle un proceso agudo y disponer la intervención quirúrgica.
Su estancia hospitalaria fue un constante interferir negativamente en sus propios cuidados, amenazando al personal sanitario. Tuvimos que consentir, contra costumbre, la presencia policial permanentemente a su cabecera. Al alta, respiramos tranquilos sabiéndolo encarcelado.
Lo he recordado al conocer la expresión que se le ha escapado, sin querer, a una juez de la Audiencia Nacional en el juicio de unos etarras acusados de homicidio. Durante aquella operación, mientras pensaba en la niña violada y asesinada, a mí también se me escapó la misma exclamación: ¡Pedazo de cabrón! Sin embargo, empleé todo mi conocimiento y experiencia en proporcionarle a aquella alimaña humana la posibilidad de seguir viviendo su vida miserable.
Quiero argumentar así mi convencimiento de que los sentimientos de personas honestas y comprometidas con su deber social, como la juez, no impiden ejercer correctamente su cometido, actuando con la debida justicia y equidad.

Mi comprensión y apoyo para ella. Y a los etarras: ¡Pedazo de cabrones!, no os merecéis una justicia como la que os están proporcionando.   

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Muerte digna. Respuesta 1


 No sabemos cómo impacta en las personas el momento de la muerte. Nadie nos ha contado qué es lo que se siente en ese momento. Conocemos relatos de resurrecciones milagrosas pero de ninguna de ellas se derivan descripciones de lo que se siente al morir. Es verdad que circulan por ahí, con vitola de veracidad científica, “vivencias de muerte” experimentadas por individuos que, después de estar supuestamente muertos, regresaron a la vida por procedimientos médicos. Viendo en las UCIs de nuestros hospitales enfermos en coma inducido, con circulación y ventilación mecánicas, inconscientes y con sus voluntades entregadas, no es difícil aceptar que están muertos. Pero ésto no es así; exceptuando los cadáveres donantes a los que se asiste para preservar sus órganos —que no vuelven a vivir, por cierto—, la muerte en ellos es solo aparente pues conservan una actividad cerebral evidente. No se tiene constancia de que haya “resucitado” un paciente con un electroencefalograma plano (certificación oficial de muerte), señal inequívoca de ausencia de vida. Y las impresiones que describen al recuperar la conciencia no son más que recuerdos distorsionados de su estado crítico.
Por tanto, creo firmemente que todo lo que sabemos de la muerte es supuesto y, en consecuencia, todo lo que se diga al respecto es pura especulación. Especulemos, pues.

Nadie quiere morir. En mi larga vida profesional he visto morir a mucha gente —no acabo de acostumbrarme a ello— y nunca he presenciado una muerte deseada. Nunca. Al contrario, personas ya biológicamente amortizadas, sin perspectivas de vida, conscientes de ser un lastre para su entorno más próximo, las he visto suplicar que “haga todo lo esté en su mano pero no me deje morir”. Muchas eran creyentes, incluso religiosos de oficio, convencidos que les esperaba una vida mejor.
Me dirán que hay personas que declaran sin dramatismo que se han cansado de vivir y esperan tranquilamente o con cierta premura su propia muerte —he conocido alguna—, pero sospecho que lo hacen desde una perspectiva ajena a su inmediatez; tengo la impresión de que, en su subconsciente, derivan en el tiempo el evento aparentemente deseado, “dejarlo pa luego” para entendernos; me consta que alguno de ellos se ha derrumbado anímicamente en el momento final.
También es verdad que el suicido, como decisión voluntaria, es un argumento en contra, pero, en este caso —inapreciable en el cómputo global— se trata de una circunstancia excepcional en la que la voluntad del individuo está anulada o distorsionada por diversas causas.
Estoy seguro, pues, de que nadie “en su sano juicio” quiere morir. ¿Por qué?
Vértigo a dejar de existir. Conceptualmente, la vida es ser, existir, la única y extraordinaria oportunidad de sentir, de pensar, en toda su asombrosa extensión; la muerte es lo contrario, dejar de ser, de existir, definitivamente y para siempre. No es cierto que desconocemos ese “estado”, el no ser lo hemos experimentado ya antes de nacer, antes de ser concebido, antes de que existieran nuestros padres, cuando, tampoco entonces, “éramos nada”. Y, curiosamente, en la vida no sentimos miedo, temor, ni siquiera añoranza o aversión de cuando “no éramos”, ¿por qué tememos a la nada de la muerte si, igualmente, no seremos conscientes en esa nada? Porque ahora sí sabemos lo que perdemos, lo que dejamos atrás, la vida, el valor que tiene vivir aunque sea de forma trágica o miserable. Reconocemos la llegada de ese momento inexorable. No habrá más veces. Nada seremos ya. Y es la conciencia de se fin atávico lo que nos llena de congoja, de desesperación, de perplejidad, de miedo, de rechazo. Un sentimiento que nos lastra nuestra vida. Por eso, desde el comienzo de los tiempos, en todos los continentes, en todas las razas y culturas, el hombre ha buscado con ahínco, con vehemente necesidad la inmortalidad, la posibilidad de seguir existiendo, en cuerpo y alma, solo en espíritu, en su descendencia, en sus obras, aunque sea solo en un recuerdo pasajero; todo menos dejar de ser, desaparecer sin rastro en la nada.

Queremos seguir viviendo, no morir, y si esto no es posible, saber que tendremos otra oportunidad de vivir. Con nuestro cuerpo o atributos (resurrección de la carne) o sin ellos (reencarnación), conservando nuestra esencia, nuestro espíritu, nuestra alma. Y, en nuestra desesperación por lo evidente, buscamos cualquier atisbo de esperanza que nos libre de esa angustia vital que nos acosa. Nos convertimos así en presa fácil para caer, a veces con fanatismo, en la red de la fantasía consoladora o interesada, lo que llamamos fe, confianza en lo que dice otro. Necesitamos creer. Como dice la copla “ dime que me quieres, aunque sea mentira... pero dímelo”.

Soy agnóstico (de agnósis = desconocer), porque desconozco —al igual que todos los humanos— la gran inmensidad de lo divino ( divino = oculto), pero no necesito perderme en las infinitas galaxias, en los agujeros negros, en la antimateria o en la elongación del tiempo para observar las cosas extraordinarias que tengo a mi alrededor y poder asegurar que existe algo, responsable del diseño, único, lógico y perfecto, de la creación magistral e inimaginable y, sobre todo, de la finalidad de un conjunto cuya trascendencia supera nuestra humilde y limitada comprensión. En eso creo, soy creyente pues. Y es, precisamente, esta creencia la que me da pié para desautorizar a cualquier humano que pretenda no solo conocer y explicar este Gran Misterio, sino personalizarlo (a nuestra imagen) y atribuirle una magistratura judicial sobre una supuesta conducta moral con premios y castigos incluidos. A estos “sobrados”, más que lunáticos o inanes, los considero unos defraudadores de conciencias. Soy, pues, no solo contrario a cualquier religión (que no es más que eso) sino verbalmente beligerante ante cualquier intento de adoctrinamiento. En cambio, por razones distintas, soy respetuoso con los que profesan tales creencias a las que consideran el soporte vital de su existencia.
Y, en cierta manera, son afortunados al disponer de un dispositivo mental que le protege de su angustia, mientras que otros deben afrontar el vértigo a pecho descubierto. Afortunadamente, para los que necesitan un asidero que les lleve de la mano al no ser, la química farmacéutica les proporciona magníficos productos que son capaces de desconectarles la mente del abismo.


Es también habitual que el momento de morir se identifique con el sufrimiento que ocasiona la fase terminal de un proceso, corto o largo, que llamamos enfermedad mortal y que asociamos siempre al dolor, pero en la que no está ausente y es menos llamativo otro tipo de disconfort verdaderamente penoso (sensación de asfixia, percepciones vertiginosas, vómitos, frío, etc.). A pequeña escala, probablemente, todos lo hemos experimentado alguna vez, pero seguramente no con la insoportable intensidad que debe sufrirla el moribundo.
Actualmente, salvo los fallecimientos ocurridos fuera del alcance asistencial de un centro sanitario, la farmacología avanzada facilita una correcta atención de este cortejo sintomático, de tal manera que el poder de la analgesia y la inocuidad sedación profunda permiten, hoy día, desconectar física y psíquicamente al enfermo moribundo asegurando la ausencia de sufrimiento de forma indefinida.


Casi anteayer no era así, pero hoy se puede facilitar —en centros sanitarios, obviamente— al paciente moribundo la ausencia de dolor físico y psíquico en el tránsito de su propia muerte, y esperar pasivamente el desenlace siempre que haya convencimiento objetivo de la irreversibilidad e inexorabilidad del proceso y que esa sea la voluntad del muriente o los familiares responsables así lo manifiesten.
Lo que ocurre es que, a veces, los que asisten al lance, participando de la tragedia con su asombro, su perplejidad y su propio miedo, no toleran la prolongación de un tiempo que siempre se les hace eterno; les aborda el deseo de que el proceso termine cuanto antes para que el que está muriendo “descanse en paz”... y los demás también. Y es ese deseo, humano y natural, el que empuja a procurar que alguien —el médico, naturalmente— pase a la actitud activa y lo realice.
Se da la paradoja que la crítica despiadada ante una actuación “torturadora” también lo es para una actitud pasiva “negligente”, cuanto menos. No hay nadie que tenga un mínimo interés (aún menos el médico) en actuar de forma extemporánea e inútil y, mucho menos, perversamente creando, prolongando o intensificando el sufrimiento. Solo la afectación incontrolada o mentes retorcidas pueden pensar lo contrario.

Sin embargo, estos presupuestos son los que han decidido actuar legislando ¡nada menos que sobre la vida y la muerte! En nuestra soberbia nos vamos acercando a lo divino. Es verdad que la normativa se escuda en otra que, aunque perogrullada, tiene un enunciado aceptable: Cuidados paliativos. Hablemos primero de eso, pero... otro día.