miércoles, 18 de abril de 2012

Sobre la libertad y la decencia

Editado por Julia.


No escribo para todo el mundo. Escribo para la gente que no encaja en él” Jonathan Franzen (Chicago, 1959)


Cuando se preguntaba a los vecinos de Hestweed sobre James, todos respondían que era un espíritu libre. Capaz de abuchear en la calle al mismo alcalde –si creía, lo merecía- aunque ello le costara el silencio administrativo durante años en la petición de una licencia de construcción.
Si tenemos en cuenta su forma de vida, nosotros también le pondríamos el adjetivo. No se había casado porque no creía en un contrato mercantil –que era como él llamaba al matrimonio-, trabajaba de abogado y, como tal, no se plegaba ni a jueces ni a sobornos. Sus hijos fueron educados en su casa, con una profesora tan libre como él. No obstante, los llevaba dia a día a jugar a un jardín cercano con otros niños para que se socializasen.
Sí, podría decirse de él que era libre. Libre para engañar a su pareja con las mujeres de un burdel cercano, porque hacerlo no era un acto punible, sino uno natural de acuerdo con la biología del hombre; hacerlo con la profesora –de la que creía estar enamorado-, sería una deslealtad para la madre de sus hijos, mujer a la que respetaba profundamente por haberlo seguido sin condiciones en su vida de libertad.
James era un hombre justo en su libertad. Decidió no defender a un presunto violador múltiple que fue condenado a muerte por un tribunal igualmente justo y libre. Dos años después, las pruebas irrefutables lo designaron como inocente- James obligó al Estado a dar una cuantiosa gratificación a su viuda. Ella lo escupió y James pensó que había malgastado el tiempo en una desagradecida.
Cualquier acto de su vida podría considerarse libre: votar por el partido que creía necesitaba  la nación, oponerse a no importa qué político que creía corrompido o abogar por mayores fondos públicos para una ONG que intentaba eliminar el hambre de Somalia.
Supo que no era libre cuando su pareja se suicidó, sus hijos, ya mayores, le hicieron saber la tristeza de su infancia. Sin lapiceros de colores ni cuadernos estrenados con los cuadernos del resto de los niños, sin un padre que no hiciera más que enseñarlos de Historia, Política o de cómo ser libres, en lugar de mancharse con barro en partidos de fútbol, con una profesora que le llamó egoísta  antes de darle una bofetada por la muerte de su esposa, con un partido político que se rió en sus narices en el caso de corrupción que salió a la luz pública y a los que él se apresuró a pedir explicaciones y cuando el director de la ONG estaba desparecido con el dinero recaudado.
A pesar de todo, siguió queriendo seguir su trayectoria y puso rumbo al Amazonas donde los nativos, no contaminados por una sociedad moderna, no comprendieron su actitud y lo mataron. Habría que perdonarlos -pensó momentos antes de ser asesinado-. No tenían la inteligencia suficiente para poder ser libres.