Dicen todos los gobiernos, el nuevo también, que la educación es un servicio social intocable, prioritario, al que van a preservar de los recortes presupuestarios que impone la actual crisis económica..., pero ¿qué entienden por educación?
Cuando yo era pequeño, si alguien te decía “maleducado” no era solo una descalificación personal, era también una afrenta a tu entorno familiar. Uno se educaba en el seno familiar y a él se atribuía el mérito o demérito de tu comportamiento cívico. Cuando, ya de mayor, actuabas al margen de la conducta social que se esperaba, te calificaban de “ordinario”, “soez”, “impertinente” y otros apelativos similares, siempre atribuidos a tu mala educación juvenil.
Por eso, los padres y familiares más próximos procuraban enseñar a sus hijos los parámetros de conducta para vivir en sociedad; les iba en ello su amor propio. Sin embargo, no todos los padres sabían proporcionar modales apropiados, por lo que debían recurrir a personas instruida que lo hicieran en su nombre, los maestros. Era esta mutua colaboración consentida la que dotaba al niño de unas normas de comportamiento que le permitía conducirse correctamente por la senda de la convivencia.
Naturalmente, no siempre era posible esta correlación; la ignorancia o la desidia de los gestores populares, falta de principios paternos y el desenfoque escolar frustraron tradicionalmente la educación de muchos de los que nos precedieron. Y no es cierto que estos inconvenientes estuvieran necesariamente relacionados con la baja condición social; es, justamente, la mala educación de la gente poderosa la que ha originado y mantenido siempre la brecha maldita que sigue empozoñando la convivencia social.
Hoy, con el progreso, hemos adquirido la conciencia de que la educación no es un atributo que solo favorece al individuo, sino que es un pilar básico donde descansa el bienestar de la comunidad. Y los políticos se ha apresurado a tomarlo al pie de la letra y lo ha grabado definitivamente en el frontispicio del llamado “estado del bienestar” junto a la alimentación y la salud. Pero, en su afán de destacar su protagonismo, han confundido su esencia.
En primer lugar, amparándose en la imposibilidad, la incapacidad o el escepticismo de algunos padres, hurtan a la familia su papel de promotora de la educación, y, sin darse cuenta —o sí—, vuelven a caer en el adoctrinamiento —antes el “Ripalda” al ultranza y ahora la “Educación para la ciudadanía”— , diseñando un modelo de conducta que, en vez de atraer con el ejemplo, obligan a interiorizar una normativa rígida y protocolizada dirigida desde atalayas donde predomina el dogma y el sectarismo (¡ay!, si Giner de los Ríos levantara la cabeza). Da miedo pensar en una sociedad de individuos perfectamente adoctrinados en sus conductas; menos mal que, con la laxitud con que se conducen algunos maestros, el proyecto se convierte en puro formulismo: en muchas de las escuela, especialmente las públicas, los niños y adolescentes campan por sus respetos, mientras el grueso de los maestros o están ganados por la política o, frustrados, se pliegan en la indolencia dando su vocación por perdida.
En segundo lugar, confunden educación con instrucción. Educar, que como digo, significa encauzar comportamientos instintivos individuales para convivir en sociedad, incluye, sin duda, ciertos conocimientos y habilidades extras que ayudan a esa conducta (leer, escribir, conceptos básicos , operaciones sencillas, etc.) pero nada tiene que ver con instruir, que quiere decir enseñar determinados procedimientos para desempeñar una acción específica con un objetivo definido (casi siempre profesional). Si la educación está relacionada con la convivencia, la instrucción lo está con la capacidad de ejercicio, personal y exclusivo. Y es importante diferenciar ambos conceptos porque su gestión también debe ser distinta. El aprendizaje de la normas de convivencia (ética, moral) debe ser, como actualmente, dispensado por el colegio en estrecha colaboración con los padres y obligatorio y subvencionado por el Estado, pero la instrucción de un quehacer cualificado (oficio, carrera técnica o universitaria), aunque bajo el patrocinio estatal, debiera ser impartida por profesionales específicos, suficientemente “cualificados” y “experimentados”, dirigida por la demanda social y recibida por discentes que accedieron a su instrucción por méritos contrastados y que acreditan cada día, con su capacidad y su esfuerzo, la eficacia del coste de la inversión. Solo así se evitaría la masificación inútil de nuestras universidades con falsos alumnos sin interés, sin motivación, sin preparación, buscando solo el paso del tiempo en un “ambiente estudiantil” despilfarrando el dinero público. Naturalmente (se hace ya en determinados centros), la industria, la sanidad, el comercio, la propia educación e instrucción, la empresa en general, tiene la obligación de involucrarse en esa tarea colaborando estrechamente con la instrucción.
Por tanto, creo que una cosa es educar, comportarse en sociedad, que debe hacerse en los colegios con el patrocinio del Estado de forma universal y gratuita, y otra es instruir, que debe hacerse en las escuelas técnicas y universidades, pero de acceso limitado por la demanda social y de forma selectiva y meritoria; también sería de subvención pública pero en colaboración con el sector empresarial que aportaría experiencia y empleo.